martes, 3 de junio de 2014

Perlora

El verano de 1994, mi padre me hizo uno de los mejores regalos que nunca he recibido, uno de los pocos que no olvidaré. Y es que siendo niños de una generación mimada, recibí siempre muchos regalos la noche de reyes y el día de mi cumpleaños, igual recibí demasiados pero siempre que recuerdo esos días, me vienen a la cabeza solamente 3:
  • La bici de paseo que encontré la mañana de reyes - que bonita, lila y con cuello de jirafa, lucía en el pequeño salón de una casa norteña-.
  • Un bebé que lloraba y le calmabas poniéndole cremitas en la zona adecuada. Creo que lo recuerdo por que para mi eso no era tecnología avanzada sino directamente: magia!. Recuerdo a mis padres explicarme como funcionaba en la casa de mi abuela, rodeada de tíos y, mientras mi hermano desenvolvía eufórico sus paquetes, yo no daba crédito a lo que veía, un bebe pseudo-real, de goma, pero de verdad.
  • Y por último, aunque este es el que más recuerdo consciente e inconscientemente, ese regalo inesperado que me hizo mi padre una tarde de agosto durante el verano del 94.
 Ese era el primer verano que me dejaban 15 días con mis abuelos en un apartamento que alquilaban en la playa, en la urbanización de Perlora. Todo casitas con jardín mirando al mar y una cantina para que la única preocupación fuera relajarse y pasarlo bien. Recuerdo la casa, blanca y enfrentada a una playa de roca, donde más adelante buscaría cangrejos con un cubo, una pala el bikini y cangrejeras. El cielo cambiante y el olor a mar. Había un quiosco para comprar helados y una bolera, asturiana, de las de bolos de madera y ubicación al raso, sin elementos electrónicos para animar la partida. - “A clasic” - . La bolera se veía desde la ventana de mi cuarto, como un foso semienterrado en el jardín. 
Recuerdo las sábanas tan húmedas y acartonadas por la proximidad del mar que daban la impresión de que si las chupabas sabrían a sal. A mi lado la cama, siempre, de mi hermano. Ya habíamos comido y hacía sol. Creo que mis padres venían a despedirse para recuperar 15 días de independencia después de 11 años de criar a una niña chillona y caprichosa a diario y a un gordito con carácter y lleno de energía. Mi padre se agachó apoyándose en una rodilla y sacó de una bolsa blanca de plástico un regalo que dijo era para mí: un cuaderno de espiral, tamaño cuartilla, con las páginas a cuadros y un dibujo en la portada, un lápiz y por último, un corrector para que, de una vez por todas, aprendiera a escribir bien, posturalmente hablando. - Escríbelo todo, dijo. Tus primeras vacaciones por tu cuenta, escribe lo que hagas, lo que te pase y así lo recordarás siempre. 
Me pareció la mejor idea que nunca nadie había tenido.
Esa misma tarde estrené las primeras páginas, dibujé la playa de roca, en la que atraparía cangrejos ese verano y varios más en los años siguientes. Dos páginas más adelante dibujé también la bolera, que no sabía como se usaba, pero que era lo primero que veía desde mi ventana al despertar. Y escribí mucho al principio y poco a poco, según iba avanzando el verano y yo iba haciendo nuevos amigos, lo fui dejando, pero conservé la libreta y el corrector y me la seguía llevando a todos los lados. Aún está en la estantería de mi casa, no quise gastarla más. Y me acostumbré a llevar siempre conmigo una libreta y un boli, para escribir todo lo que se me pasara por la cabeza, todo lo que hiciera, viera o sintiera, y no olvidarlo nunca.   

Ahora también tengo un blog.

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